domingo, 17 de marzo de 2024

QUEREMOS VER A JESÚS

 

Reflexión del Evangelio del Domingo 17 de Marzo de 2024. 5º de Cuaresma.

Liberados de la ley por el amor

En los Evangelios se narran, en diversas ocasiones, los choques y conflictos que tuvo Jesús con las autoridades religiosas, con gente piadosa y con grupos de creyentes del judaísmo a propósito de la Ley y de su estricto cumplimiento. Se dice que en tiempos de Jesús había en la religión judía 613 mandamientos principales, divididos entre 365 prohibiciones (como los días del año) y 248 obligaciones (el mismo número que los huesos del cuerpo humano). El creyente judío estaba totalmente sometido a la ley, no había distinción entonces entre la ley humana y la divina, y vivía obsesionado por no incurrir en alguna prohibición ni cometer faltas en sus obligaciones religiosas. 

Jesús hizo la síntesis de todo ello en dos mandamientos inseparable: el amor incondicional a Dios y a los demás como a uno mismo. El que ama ya está cumpliendo la Ley entera. La perfección y la santidad religiosa tienen como fuente el amor. El Papa Benedicto XVI escribió una hermosa Encíclica a este propósito: Dios es amor, ardiente caridad, apasionada entrega. Se trata de una fuerza transformadora capaz de cambiar el mundo en el sentido de Dios porque su sede está en nuestro interior, en nuestro corazón. La nueva ley no brota de aprender e incorporar preceptos y normas externas, sino del manantial del seguimiento a Cristo,  que trasforma nuestros corazones.

En su predicación, Jesús, advertía a sus oyentes que lo que nos hace puros o impuros a los ojos de Dios, aquello que nos contamina, no es tanto lo que nos llega de fuera, que puede que también lo haga en ocasiones, cuanto lo que sale del interior de nuestro corazón, ya que es la sede y motor de nuestro ser.  Debemos,  por tanto, estar atentos a todos los procesos internos con los cuales, observamos, valoramos, juzgamos y construimos el mundo y sus relaciones. El cristiano tiene en el modelo humano de Jesucristo su auténtica y verdadera fuente de inspiración.

La solidaridad del dolor y el sufrimiento

Jesús, el Hijo de Dios, se convierte en modelo para nuestra humanidad en virtud de nuestra creencia religiosa, según la cual, Él fue en todo es semejante a nosotros, menos en el pecado. Ese ser semejante adquiere una particular empatía y simpatía en el sufrimiento que debió experimentar durante toda su vida, y más en particular en los acontecimientos que conducirán a su prisión, tortura y muerte por ejecución. Entender el sufrimiento de Dios sigue siendo una tarea religiosa para todas las generaciones cristianas y la nuestra no puede obviar ni renunciar a esa tarea, a la que cada uno de nosotros está invitado a dar su aporte.

Si Dios, Trinidad Santa, conoce el dolor y el sufrimiento humano es porque lo ha experimentado en Hijo, en su Hijo Jesucristo que envió al mundo. Y es así como Dios se hace solidario de todo el dolor y el sufrimiento de la humanidad.  Los primeros teólogos de la Iglesia, aquellos que más cerca estuvieron de la catequesis y predicación de los primeros apóstoles y seguidores de Jesús, afirmaron que no puede ser redimido aquello que no es asumido, es decir, que el sufrimiento es redimido por Dios porque Dios mismo ha conocido nuestro sufrimiento y por eso es capaz de liberarnos. La fortaleza de Dios se realiza en la debilidad.

Escuchar y obedecer, en la Biblia, son términos que van de la mano. Escuchar a Dios es obedecerle, no obedecer a Dios es no escuchar su voz. La cultura de nuestro tiempo es muy reacia a todo lo que signifique obedecer o la obediencia. Muchas instituciones, a la que no escapa la familia ni la propia Iglesia, se encuentran debilitadas por una crisis de obediencia que nace de la falta de una escucha sincera y correcta. No escuchamos porque estamos centrados en lo mío, en lo particular, en el ego, y ello hace que vivamos al margen de lo que nos rodea y que nos volvamos insensible y narcisistas.  

Ahora y en la hora

Nuestro encuentro con Jesús puede devolvernos a la auténtica realidad, su Espíritu puede hacer que nos centremos en la escucha a Dios y al mundo. La humanidad entera, y cada uno de nosotros, sueña y ansía dotar de sentido y de autenticidad a lo que hacemos y a lo que somos. Para conducir a otros a la luz verdadera tenemos antes que ser nosotros esa misma luz; es decir, tenemos que ser testigos y misioneros veraces del Evangelio de la salvación. El testimonio acreditado y el testigo veraz son las condiciones esenciales que hacen despertar en la humanidad el querer ver a Jesús.

El signo por excelencia del cristianismo es la cruz, el instrumento de tortura y muerte que los romanos aplicaban a los traidores, sediciosos y malditos. La exposición en una cruz era un hecho vergonzoso e ignominioso en el que el reo era mostrado desnudo, en total indefensión. Al principio la cruz no era la señal identificadora de los cristianos, sino el pez, pero poco a poco la cruz pasó a ser el signo de nuestra salvación. El momento sublime de la redención aconteció en el lugar más desconcertante. Así de sorprendente es nuestro Dios.

Dios reina y reconcilia a la humanidad en la soledad de una cruz, desde donde va a seguir experimentando las tentaciones del diablo hasta los momentos finales de su existencia terrena. La hora de la Hora de Jesús se convierte en el momento de la aceptación por parte del Padre de su vida entregada por puro amor para la salvación de todos. Es también nuestra Hora porque en Él y con Él nosotros, los redimidos, entramos en el nuevo y definitivo Santuario.

Que vivamos con plenitud, devoción y santidad estas Fiestas de la Pascua. Dios les bendiga.

Fray Manuel Jesús Romero Blanco O.P.

domingo, 10 de marzo de 2024

EL QUE OBRA DE VERDAD SE ACERCA A LA LUZ

 

Reflexión Evangelio del Domingo 10 de Marzo de 2024. 4º de Cuaresma.

Creer en él para tener vida Eterna

Los seres humanos queremos vivir y vivir siempre. Somos hombres de vida más que hombres de muerte. Por eso, uno de los anhelos más profundos del corazón humano consiste justamente en nuestro deseo de eternidad. Una buena amiga me decía, que “el día que muriese le daría pena dejar a todos los suyos, a todos a los que ama”. Quien ama quiere siempre tener consigo la presencia de su amado, pues como diría Gabriel Marcel: “Amar a alguien es decirle tu no morirás jamás”.

Esta experiencia tan básica de nuestra cotidianidad se nos presenta en el evangelio como camino de fe. Si queremos vivir eternamente debemos creer en Aquel que es la Vida: Jesucristo. Por eso, para los cristianos la eternidad tiene que ver con creer en Jesús, con el modo en que nuestra experiencia con Dios es una relación de amistad. Aquí hay una clave importante para nosotros, porque nuestra experiencia de fe, no va separada de la esperanza en la Vida Eterna como posibilidad futura. Creer en Jesús, de algún modo nos abre las puertas hacia la vida en abundancia que deseamos, esto es la esperanza de lo que esperamos, y por otra parte, creer en Jesús es creer en los actos de amor que Dios ha tenido con nosotros.

Tanto amó Dios al mundo

El amor de Dios por la humanidad tiene su cenit en la entrega que hace de su hijo en la cruz. La muerte de Jesús por cada uno de nosotros es la prueba de cuanto le importamos a Dios. Un Dios que por amor nos entrega a su hijo es sin lugar a dudas, un Dios cercano y creíble. Dios de esta manera ha amado el mundo gratuitamente. Por eso, creer en Jesús es aceptar un amor que no merecíamos pero que si necesitábamos. Dios amando al mundo lo redime, lo sana. Dios es el amante que solo sabe amar.

Hay un refrán que nos dice que “obras son amores y no buenas razones”. Y la obra de amor que Dios nos muestra es el don de la entrega que hace de su hijo. Dios nos entrega a su hijo para salvarnos y para que tengamos vida en abundancia. Por eso, la muerte en la cruz es un acto de donación, un principio de bondad. Amar supone siempre donar algo de sí mismo. No hay amor sin donación, sin sacrificio y sin entrega. Dios toma la iniciativa de amarnos, de abrazar nuestra miseria, de transformar nuestra debilidad en gracia. Dios siempre ama más y ama primero. Cuando Dios ama a los hombres, lo hace sabiendo lo que somos aquí y ahora. No nos ama porque seamos perfectos o mejores que los demás. Dios cuando ama, no se fija en si tienes más o menos. Dios nos ama por lo que somos y desde lo que somos nos salva. ¿Cómo experimentamos este amor de Dios cada día? ¿Qué hacemos para cuidar el amor que Dios nos tiene?

Obrar en la verdad para acercarse a la luz

Cristo es la luz de mundo y por tanto la luz de nuestra vida. La luz que Cristo nos ofrece no es una luz que nos deslumbra, sino que nos ilumina. Esa luz tiene que ver con el cómo obramos, con el cómo hacemos las cosas que hacemos. ¿Qué hay en nuestro corazón cuando obramos de una u otra manera? ¿Actuamos desde la luz y la verdad o desde la mentira y la oscuridad? Dios nos está revelando el don que es su luz, y si queremos acercarnos a esa luz se nos pide que obremos en la verdad.

Muchas veces preferimos la mentira antes que la verdad y permanecemos caminando en la oscuridad en vez de elegir el camino de la luz. Si embargo, no estamos hecho para la mentira ni para la oscuridad. Necesitamos la verdad que salva y la luz que ilumina. La invitación de Cristo es obrar en la verdad. Por una parte, porque la verdad nos hace libres (cf. Jn 8,32). Por otra parte, poque en Dios está la fuente de la vida, y su luz nos hace ver la luz (cf. Sal 36,10).

Cuaresma es el tiempo en que vamos aprendiendo el camino del amor, que no es otro que el camino de la conversión. Amar supone convertirse cada día. Nos convertimos cuando elegimos el bien y buscamos la verdad.

Fr. Néstor Morales Gutiérrez O.P.

domingo, 3 de marzo de 2024

NO CONVIRTÁIS EN UN MERCADO LA CASA DE MI PADRE


Reflexión Evangelio del Domingo 3 de Marzo de 2024. 3º de Cuaresma.

El Templo, Casa de Dios

En el corazón de la tradición religiosa de Israel, la Ley, el Templo y las observancias, constituían los signos de su identidad y de su pertenencia exclusiva a Dios. El Templo de Jerusalén era el lugar más sagrado, porque custodiaba el Arca de la Alianza y, en consecuencia, lo definía como el único lugar de culto legítimo y oficial del Pueblo de Dios.

Para la tradición espiritual de Israel, el Templo era el lugar común donde el observante y el pecador, el rico y el pobre, podían abrir su corazón, podían abrazar un camino de conversión y podían ofrecer su limosna y sus dones al Señor. En el Templo, Dios concedía su perdón y su misericordia sin hacer distinciones.

En el Templo, se mantenía viva la Tradición como signo de la Alianza sellada entre Dios y su Pueblo, y para ello se celebraban  las fiestas de Sucot, de Shauvot y el Pesaj. La liturgia solemne de Yom kipur visibilizaba en los ritos sagrados el perdón que Dios ofrecía a su Pueblo. La presentación de dones y ofrendas recordaba la providencia de un Dios que ofrece todo lo necesario para llevar una vida digna, solidaria y religiosa.

El Templo, ¿lugar de negocio?

El relato de la expulsión de los vendedores del Templo ha sido testimoniado por las cuatro tradiciones del Evangelio (Mt 21,12-17; Mc 11,15-18; Lc 19,11; Jn 2,13-25). Sin duda, ha quedado grabada en la memoria viva de las primeras comunidades cristianas un gesto significativo de Jesús en el cual se revelaba su “celo” por la Casa de Dios y por las cosas de Dios. Un gesto que se inscribía en la línea de la tradición profética.

La presencia de los vendedores y de los cambistas en el lugar más sagrado de Israel, podrían ayudarnos a pensar si nuestra relación con Dios está marcada por la gratuidad del amor o por la necesidad de “negociar” la conversión y el perdón. A veces, el corazón habilita espacios de trueque para obligar a Dios a ceder ante nuestros caprichos. Quien negocia con Dios, revela que no conoce su amor.

Una relación comercial con Dios habla de un desconocimiento de su corazón y de una desconfianza en su misericordia. En consecuencia, no es sano ni maduro pensar que se puede “comprar” el amor y el perdón de Dios con buenas intenciones o con prácticas piadosas que intenten disminuir la propia responsabilidad. Mucho menos considerar la posibilidad de “tapar” o “disimular” aquellas situaciones que ponen en evidencia nuestra negligencia en el cuidado del corazón y de sus afectos.

Para una relación sana, madura y honesta con Dios Padre, será necesario reaccionar como Jesús (ante los vendedores y cambistas) frente aquellas realidades del corazón y de la conciencia que puedan habilitar una doble vida, una doble espiritualidad y una doble moral. El “celo” de Jesús nace de su amor filiar al Padre, de saberse Hijo amado en la verdad, y de conocer profundamente el corazón de Dios.

El Templo, signo de Cristo

Lo más significativo del Templo, como lugar sagrado, es ser lugar de encuentro con el Dios paciente, compasivo y misericordioso, que es capaz de consolar nuestras tristezas, perdonar nuestros pecados, corregir nuestros errores y abrazar con misericordia nuestra fragilidad y nuestra miseria.

El corazón de Cristo es el lugar de encuentro por excelencia con el Padre. Sus palabras y sus gestos hacen visible y tangible la misericordia de Dios en medio de la historia de una humanidad peregrina y doliente. Por eso, todas las situaciones dolor y desesperanza que atraviesan el corazón de la humanidad, repercuten en el corazón de Cristo haciendo un eco eterno en el corazón del Padre.

El Templo era un signo de Cristo y Cristo llevaba a su plenitud la misión del Templo. Para quienes negociaban con Dios, el corazón de Cristo se revelaba como lugar de conversión. Para los pequeños, los pecadores, los pobres, y todos aquellos que eran mantenidos al margen del encuentro con Dios, el corazón de Cristo se ofrecía como lugar de acogida cordial, de consuelo y de compasión.

Los cristianos somos templos de Cristo en medio del mundo y de la historia. Nuestra vocación y misión es ser un espacio sagrado donde las personas puedan encontrarse con el Padre a través de la caridad y de la verdad. Un lugar donde puedan sanarse corazones y reconciliarse historias. Un lugar que haga visible que Dios es amor en un Evangelio hecho vida.

Como templo de Cristo en lo cotidiano:

¿Cómo se hace visible el amor de Dios a través de mis palabras, mis gestos y mis actitudes?

¿Cómo vivo la misión de ser un espacio sagrado para que las personas puedan encontrarse con el Padre?

Fr. Rubén Omar Lucero Bidondo O.P.